
Durante los últimos diez años, Nicolás Maduro ha intentado moldear al Estado venezolano como una máquina político-militar capaz de cerrar filas ante cualquier presión externa. En el relato que impulsa el propio Gobierno venezolano, ese entramado permitiría incluso resistir ante un eventual choque con Estados Unidos, en un momento de fuerte tensión entre los dos países con amenazas de Donald Trump de operaciones en suelo venezolano de por medio. Aunque heredó el andamiaje ideológico y diplomático de Hugo Chávez, Maduro ha ido dando forma a su propia versión del “mundo multipolar”, la doctrina que sigue guiando la estrategia internacional del chavismo.
Cuando Chávez murió en 2013, muchos —dentro y fuera de Venezuela— pensaron que el proyecto bolivariano se vendría abajo sin su figura central. Pero ocurrió lo contrario: su ausencia terminó de convertirlo en mito dentro de los cuarteles y del aparato estatal, y ese impulso simbólico ayudó a consolidar lo que desde entonces se concibe como un “Estado revolucionario”.
Maduro aprovechó ese momento para emprender una tarea silenciosa pero decisiva: incrustar los valores del chavismo dentro del universo militar y policial. Lo hizo en medio del derrumbe socioeconómico de Venezuela y del desgaste progresivo del capital político del movimiento, con un objetivo claro: asegurar que las Fuerzas Armadas, los cuerpos de inteligencia y la policía actuaran según la lógica revolucionaria, más allá de cualquier coyuntura.
Con el paso del tiempo, la llamada unión cívico-militar-policial —que Chávez promovía desde su fallido alzamiento de 1992— dejó de ser un concepto abstracto y se convirtió en el candado que mantiene al chavismo cohesionado y con absoluto control en una crisis como la actual. Ese engranaje ha sido una de las herramientas más efectivas de Maduro para manejar la conflictividad interna y sostener su hegemonía, incluso mientras el mapa político regional cambia de color en cada elección.
Toda esta construcción está siendo clave en los últimos meses en los que la relación con Estados Unidos está marcada por una hostilidad en máximos: un despliegue naval y aéreo en el Caribe sin precedentes, sanciones contra el chavismo, cierre del espacio aéreo y amenazas de ataques en territorio venezolano contra narcotraficantes ―el argumento usado por Washington para hundir lanchas supuestamente cargadas de droga en aguas del Caribe en acciones que han causado ya 87 muertes―. A pesar de todo, Trump mantiene abierta la posibilidad de una salida negociada a la crisis y cada vez menos la invasión de un país que desencadenaría un terremoto regional con réplicas al otro lado del océano.
La política exterior venezolana se apoya desde hace 25 años en la tesis del “mundo multipolar”, formulada por Chávez incluso antes de llegar al poder. Bajo Maduro, ese esquema continúa plenamente vigente. Desde 2004, Caracas asumió como eje de su diplomacia un antimperialismo frontal hacia Estados Unidos, lo que convirtió al país en un adversario declarado de Washington y asentó una visión internacional arraigada en los sectores más radicales de la izquierda venezolana.
Ese marco ideológico permitió tejer alianzas con centros de poder alejados de la órbita estadounidense, preferiblemente regímenes autoritarios como China, Rusia, Irán, Bielorrusia o Turquía. En América Latina, se fortalecieron vínculos con Cuba y Nicaragua, dos dictaduras consolidadas y los aliados más cercanos del chavismo. La estrategia incluyó también relaciones con Gobiernos de la izquierda democrática regional —Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, Gustavo Petro en Colombia, los Kirchner en Argentina, el boliviano Evo Morales, o Rafael Correa en Ecuador— que durante años ayudaron a Chávez a camuflar sus ambiciones continuistas mientras avanzaba en su confrontación con Washington.
Ese puente comenzó a deteriorarse tras las elecciones presidenciales de 2024, en las que Maduro se proclamó vencedor sin mostrar las actas que lo acreditaban, mientras la oposición exhibía las que logró recoger por todo el país para demostrar su victoria. La reelección forzada generó incomodidad en Petro y Lula, que intentaron sin éxito mediar en la crisis. El chileno Gabriel Boric, en cambio, rompió por completo con Caracas al denunciar que el chavismo se “robó” la elección.
Chávez también abrió caminos más allá de las estructuras diplomáticas convencionales: estableció relaciones con la guerrilla colombiana, el grupo chií libanés Hezbolá, el libio Muamar el Gadafi, distintos liderazgos palestinos y organizaciones africanas. El Movimiento de los No Alineados se convirtió en un espacio cómodo para la diplomacia venezolana, un refugio entre países con instituciones democráticas débiles o inexistentes.
A eso se sumó la habilidad de Chávez para explotar el resentimiento hacia Estados Unidos en sectores del tejido social latinoamericano, una estrategia que incluso le abrió puertas en escenarios europeos. Maduro, que participó activamente en esa expansión durante sus cinco años como canciller, ha seguido trabajando sobre ese mismo capital político y simbólico.
Desde 2014, Maduro bajó ligeramente el tono de Chávez hacia Estados Unidos, pero profundizó la dependencia de los aliados estratégicos, sobre todo China y Rusia. Con Moscú, Venezuela ha modernizado parte de su parque militar, ha recibido formación especializada para varios de sus efectivos y ha afinado la maquinaria de inteligencia del Estado. En la narrativa oficialista, son estos aliados los que funcionarían como padrinos en caso de un escenario de fuerza mayor.
En esa combinación —un aparato interno sólido, alianzas con potencias enfrentadas a Estados Unidos y un ecosistema diplomático alternativo compuesto por regímenes autoritarios y organizaciones armadas— se sostiene el andamiaje que el chavismo presenta como su defensa frente al asedio de Washington y ante cualquier escenario extremo.
