Harvey Colchado parece salido de una película. Un policía que ha pasado las noches entre papeles, cruzando cuentas bancarias, siguiendo el rastro del dinero hasta los palacios donde se deciden los destinos de Perú. Colchado persiguió a terroristas, políticos, presidentes. Hasta que en 2024 ordenó tumbar la puerta de Dina Boluarte, la presidenta recién destituida, coleccionista de relojes de lujo. Fue su último caso. Después de media vida levantando las alfombras del poder, lo apartaron. Lo mandaron a vigilar puentes en un coche patrulla. Lo humillaron. Pocos conocen mejor las miserias y conspiraciones de la clase política peruana que este policía metódico de 50 años que, ahora, en una oficina gris del centro de Lima, dice sin levantar la voz: “Los mejores no quieren meterse en política”.
En cuestión de horas, Perú volvió a cambiar de manos. Por sorpresa. A toda prisa. El Congreso, aun siendo la institución peor valorada del país, sigue derribando presidentes, uno detrás de otro. Entrada la madrugada del viernes, 122 de 130 diputados destituyeron a Dina Boluarte por no frenar la violencia ni el miedo que gobiernan las calles. Sin pausa, la banda presidencial pasó al hombro del presidente del Congreso, José Jerí, un abogado de 38 años que la recibió con una naturalidad sorprendente, como si llevase un tiempo ensayando ese momento. Gobernará hasta julio cuando asuma el próximo elegido en las presidenciales de abril. Jerí es el octavo presidente en diez años, y ha sido acusado de violación y enriquecimiento ilícito. La mayoría de sus predecesores han acabado o muertos, o prófugos o en la cárcel. Todo cambia mientras nada cambia.
Perú sigue caminando en círculos, secuestrado por una clase política cada vez más desprestigiada. “Es un deterioro enorme que golpea la calidad de la democracia”, dice el sociólogo Fernando Tuesta. “Cada Congreso es peor que el anterior. Antes uno podía conversar con congresistas de diversos partidos; ahora la calidad es bajísima. Son amateurs. Se cuentan con una mano aquellos que tienen formación, ya no profesional, sino política”, añade. El politólogo José Alejandro Godoy lamenta que el “político profesional” se haya extinguido en Perú. “Lo que tenemos es un grupo de personas que ingresan a la política no con un afán de servicio, sino con un afán de servirse”. Hay excepciones, pero hay que seleccionarlas con pinzas.
Pero “¿cuándo se jodió el Perú?”, se preguntaba Mario Vargas Llosa antes de que el país tuviese televisión a color. ¿En qué momento la política peruana se convirtió en un nido de intereses empresariales, de corruptos? Han pasado casi 60 años de Conversación en la Catedral y la interrogante sigue en pie, resonando con la misma vitalidad.
En este escenario global, fértil para los oportunistas, la historiadora Natalia Sobrevilla encuentra las razones del descalabro: la desaparición de los partidos y el auge de los “cascarones”, aquellos aventureros que solo se juntan en campaña, sin militancia ni convicción. “La izquierda dejó de tener candidatos preparados, con formación ideológica”, explica. “Y la derecha abandonó la carrera política, entregándosela a operadores de intereses particulares”.
Alguna vez, la izquierda fue un gran movimiento. Hoy son islas diminutas, desgastadas por sus propias peleas internas, sin demasiado eco en las urnas. Las viejas fuerzas políticas se marchitaron en este nuevo siglo hasta casi perder toda representación parlamentaria. No hubo renovación. Y, paradójicamente, Fuerza Popular —el partido de Keiko Fujimori, hija del autócrata que gobernó el Perú en los noventa—, es el que más peso conserva. Muchos la señalan como responsable del derrumbe. No es casual: el periodo con más presidentes desfilando por palacio coincide con las tres veces que Keiko Fujimori perdió las elecciones por un margen estrechísimo. Sus derrotas, que ella calificó como fraudes, sembraron inestabilidad.
La prueba del nivel de la clase política peruana se esconde detrás de los barrotes. Perú es el único país del continente que ha levantado una cárcel exclusiva para sus gobernantes. Se llama Barbadillo y está ubicada al este de Lima, sobre un terreno que alguna vez fue una hacienda. Allí han pasado sus días y sus noches cinco exjefes de Estado. Dos fueron excarcelados (Alberto Fujimori y Martín Vizcarra) y tres todavía son vecinos de celda (Ollanta Humala, Alejandro Toledo y Pedro Castillo). La prisión solo tiene capacidad para cuatro reos, pero no se descartan ampliaciones en el futuro.
“Los intereses del país fueron desplazados por los intereses personales y de mafias”, lamenta la congresista Flor Pablo. La política, dice, dejó de ser vista como un espacio de servicio público y se convirtió en un territorio minado por la corrupción y la impunidad. “Los niveles de desconfianza son altísimos”, subraya. Y la degradación tiene otro problema: la gente honesta no quiere involucrarse, teme la difamación y la persecución judicial. “Pero si los decentes renuncian, el espacio lo ocupan los corruptos”, advierte Pablo, que fue ministra de Educación de 2019 a 2020. Para ella, el país vive bajo una “dictadura parlamentaria”: un Congreso que modificó la Constitución y quebró el equilibrio de poderes, decidiendo a su antojo quién gobierna y quién cae. Recuperar esa autonomía, insiste, es la única forma de reconstruir la democracia. “Por eso hacer política es hoy más urgente que nunca”.
La paradoja es que Perú, con sus servicios públicos al borde del colapso y una ola de inseguridad sin freno, sigue viéndose como una locomotora económica. Como si funcionara mejor sin gobierno. En 2025, el sol peruano es la moneda más estable de la región, gracias a la independencia de su banco central y al liderazgo de Julio Velarde, su presidente desde hace dos décadas. Los presidentes pasan. Él permanece. “Todo es cuestión de meritocracia”, suele decir. Hace poco insinuó que se jubilará, y en Lima se escucharon lamentos que muchos expresidentes habrían querido inspirar.
Para resumir por qué huele a podrido en la política peruana, el coronel Harvey Colchado recuerda un interrogatorio de 2019. Tenía enfrente a un asesor de Keiko Fujimori acusado de lavar dinero en una de las ramas del caso Lava Jato. Y en pleno trámite le pudo la curiosidad personal. Le preguntó por qué el partido reclutaba congresistas sin preparación, incluso bajo sospecha. “Le hablé de uno sospechoso de ser minero ilegal”, dice. El detenido lo miró y respondió sin rodeos: “Viajamos por el país buscando candidatos, pero todos dicen lo mismo: la política es sucia y traicionera. Así que tenemos lo que hay. Lo que queda”.