Han pasado ya casi cinco siglos desde aquel particular Brexit en el que Enrique VIII, empeñado en conseguir un divorcio de Catalina de Aragón que el Papa no le concedía, se dejó llevar por el viento revolucionario de la Reforma, soltó amarras con la Iglesia católica y decidió convertirse en el Supremo Gobernador de su propia religión, la anglicana. Desde aquella escisión, Carlos III será el primer monarca británico que rece junto al Pontífice, durante su visita de Estado de la próxima semana a la Santa Sede. La sombra escandalosa de un hermano de quien casi nadie duda ya que abusó sexualmente de una menor, y que nunca ha pedido perdón por ello —ni él, ni el palacio de Buckingham— era demasiado pesada en un viaje tan profundamente espiritual y moral.
“Será la primera visita de Estado, desde la Reforma, en la que el Papa y el monarca rezarán juntos en un servicio ecuménico en la Capilla Sixtina, y la primera vez que el monarca atienda un servicio religioso en la Basílica San Pablo Extramuros, una iglesia con una conexión histórica con la Corona inglesa”, ha explicado un portavoz del palacio de Buckingham.
Carlos III es un hombre profundamente creyente, que asume con total rigor su papel de cabeza suprema de una iglesia que cada vez tiene menos fieles. La decisión de apartar lo más posible a su hermano de la esfera pública, y de tomar toda la distancia posible del personaje que más estaba contribuyendo a deteriorar la imagen de la Corona, se venía fraguando desde hacía mucho tiempo. El continuo río de escándalos en torno al hasta ahora duque de York suponía una constante fuente de distracción, que debilitaba los esfuerzos del rey y de su hijo y heredero Guillermo, el príncipe de Gales, por construir una nueva monarquía más moderna, eficaz y seria.
La gota que ha colmado el vaso ha sido la publicación de las memorias póstumas de Virginia Giuffre, la mujer que acusó al príncipe de haber abusado sexualmente de ella cuando era una menor de 17 años, bajo el manejo del multimillonario estadounidense pedófilo amigo de Andrés, Jeffrey Epstein. En Nobody’s Girl: A Memoir of Surviving Abuse and Fighting for Justice (La chica de nadie: Memorias de supervivencia ante abusos y de lucha por la justicia), Giuffre, que se suicidó el pasado abril, confirmaba ya sin reparo las tres ocasiones en que ejerció de esclava sexual para el príncipe, a quien definió como un hombre “muy consciente de sus privilegios”, que estaba convencido de que “tenía un derecho por nacimiento” a tener sexo con aquella joven.
Pero muy poco antes, otro libro había terminado de cincelar en el imaginario público la deplorable imagen de Andrés que tenían ya la mayoría de los británicos. Entitled: The Rise and Fall of the House of York (William Collins, 2025; Privilegiado: auge y caída de la Casa de York, en español) era una sentencia demoledora y definitiva de 450 páginas contra el duque de York, firmada por el historiador Andrew Lownie. El mismo autor que confirmó definitivamente las simpatías nazis de Eduardo VIII, el duque de Windsor, aquel rey que abdicó por amor y dejó al Reino Unido en la estacada a las puertas de la II Guerra Mundial.
Lownie retrató a un hombre caprichoso, déspota y cruel, capaz de echar sin contemplaciones a personal de su servicio por tener un lunar en la cara que le molestaba, o por atreverse a vestir una corbata de poliéster en vez de seda. Pero que sobre todo se había labrado su ruina con una amistad turbulenta e interesada con Epstein, a quien se resistió a dejar de frecuentar incluso después de que este fuera condenado por abusos sexuales a menores.
Una apariencia de honorabilidad
El comunicado publicado por el palacio de Buckingham a última hora de este viernes, redactado en primera persona por Andrés, presenta la apariencia de una decisión personal. “He decidido, como siempre he hecho, anteponer mi deber con mi familia y con mi país”, explicaba el príncipe para justificar su renuncia a los títulos. Todo el mundo entendió que Carlos III había puesto finalmente a su hermano contra la pared y le había ofrecido la única salida honorable frente a una situación que hubiera podido convertirse en insoportable para ambos.
El monarca podría haber obtenido el mismo resultado punitivo a través de un acto del Parlamento que el Gobierno británico habría tenido que impulsar. Hubiera llevado tiempo, complicaciones y, sobre todo, un reguero de titulares escandalosos en la prensa durante todo el proceso. Aunque Carlos III no se habría tenido que enfrentar a ningún obstáculo, porque la opinión pública del Reino Unido había dado ya la espalda a su hermano Andrés hacía mucho tiempo. La última encuesta de la empresa YouGov, publicada en agosto, mostraba cómo dos tercios (un 67%) de los consultados respaldaban que se despojara a Andrés de todos sus títulos, frente a un raquítico 13% que aún le defendía. El otro 21% mostraba su indiferencia hacia el asunto y se abstenía de opinar.
Andrés seguirá siendo príncipe, el único título que adquirió de modo natural al nacer y que su hermano no le puede arrebatar. Pero deja de ser duque de York, el honor que su madre le concedió poco antes de su boda con Sarah Ferguson. Ya no podrá firmar sus cartas con las iniciales H. R. H. (His Royal Highness, Su Alteza Real), dejará de ser conde de Inverness o barón Killyleagh, y ya no será un Caballero de la Orden de la Jarretera, la distinción más elevada que concede la casa real británica, que posee, por ejemplo, el rey Felipe VI.
La reina Isabel II decidió alejar de toda función pública a quien era su hijo favorito después de la infame, desastrosa y arrogante entrevista con la BBC, de 2019, en la que Andrés de Inglaterra intentó sin éxito explicar su relación con el millonario estadounidense pedófilo y su supuesto abuso sexual de Virgina Giuffre cuando era una menor. Desde entonces, el príncipe no ha dejado de intentar recuperar posiciones y hacer mérito para limpiar su imagen, pero cada nuevo escándalo, cada recordatorio de su pasado con Epstein, cada revelación adicional de sus negocios o del modo en que fue utilizado por agentes del Gobierno chino ha sido un nuevo clavo en su ataúd. Carlos III dejará a su hermano seguir viviendo en el complejo del castillo de Windsor con su exmujer, y permitirá que sus dos sobrinas, Beatriz y Eugenia, sigan siendo princesas. Pero en el golpe de humillación definitiva ha dado luz verde al ostracismo social de la oveja negra de los Windsor.