Cuando el ciudadano anteriormente conocido como el príncipe Andrés de Inglaterra llegó al mundo, su madre estaba tan embelesada que le contó por carta a su prima que el pequeño era “tan adorable…”. “Va a estar terriblemente consentido por todos nosotros”, escribió casi proféticamente Isabel II, quien poco podía imaginar, en febrero de 1960, el alcance de su clarividencia. Trascurridos 65 años, la cuestionable conducta de su tercer vástago y, según el consenso general en el Reino Unido, su ojito derecho, ha provocado un seísmo en la casa real británica, que trata todavía de contener una crisis que ha menoscabado seriamente su imagen y popularidad: en una encuesta reciente, el apoyo a la monarquía ha caído por debajo del 50%, diez puntos menos que en junio.
En una demostración de que la corona pesa más que los lazos de sangre, Carlos III formalizó esta semana la caída en el ostracismo de su hermano Andrés, con la firma de los documentos oficiales que le retiran todos los títulos, incluyendo el de príncipe, que recibió al nacer. Ahora solo será llamado Andrés Mountbatten Windsor. Además, el Congreso de Estados Unidos ha solicitado la comparecencia del exduque de York para aclarar sus vínculos con la red de Jeffrey Epstein, el magnate pedófilo condenado en 2006, que se suicidó en prisión en 2019 cuando esperaba un segundo juicio por abusar y traficar con menores. Un escándalo que ha perseguido a Andrés durante años y que es la razón de su destierro de la familia real.
Como ciudadano extranjero, Mountbatten Windsor no está obligado a acudir, pero su persistente mutismo ahonda las grietas que amenazan los cimientos de la factoría Windsor.
Pero exiliado a la finca real de Sandringham, en el condado de Norfolk, donde se prevé que se mude a principios de 2026 tras ser desalojado de la mansión de Royal Lodge, en los terrenos de Windsor, Andrés sigue siendo un inconveniente para La Firma, término con el que se conoce a la Casa Real, atribuido a Jorge VI, abuelo del actual rey. Aunque draconiana, la decisión de retirarle todos los títulos parte de una posición de vulnerabilidad.
Durante años, las polémicas en torno al hijo favorito de Isabel II han lastrado el prestigio de la monarquía y las secuelas de su caída apuntan ahora directamente a Buckingham, en el disparadero de los medios británicos por las dudas en torno a qué sabían del escándalo en palacio, cuándo lo supieron, y si decidieron mirar hacia otro lado. El Mail On Sunday publicó en octubre que Andrés llegó a contarle al vicesecretario de prensa de la reina en 2011 cómo le había pedido a su guardaespaldas que buscase información potencialmente comprometedora sobre Virginia Giuffre, una de las víctimas de la trama de Epstein.
Para Carlos III, el conflicto es especialmente lacerante por tratarse de un problema heredado. Pese a su innegable compromiso institucional, cuando se trataba de Andrés, Isabel II dio muestras de los dilemas de su doble condición de madre y reina: en 2011, apenas semanas después de que Giuffre denunciara públicamente que había sido forzada a mantener relaciones sexuales con Andrés en tres ocasiones, Isabel II concedió a su hijo, que siempre ha negado la acusación, la insignia de caballero de la Gran Cruz de la Real Orden Victoriana, el mayor honor al que se puede aspirar por “servicio personal” a la corona y el segundo más alto en la jerarquía de condecoraciones. Pero Giuffre, que se quitó la vida el pasado abril, a los 41 años, no dejó de apuntar al entonces príncipe.
No fue la única vez que la reina fallecida intervino para ayudar a Andrés. Tras la entrevista que dio a la BBC en 2019 con idea de zanjar la polémica sobre su relación personal con Epstein, que resultó en un desastre que acrecentó aún más las sospechas en torno a él, Isabel II le retiró honores militares y le ordenó retirarse de la vida pública. Sin embargo, ante la demanda interpuesta por Giuffre en EE UU en 2022, se asume que la reina abonó alrededor de 12 millones de dólares (unos 10,4 millones de euros) para cerrar un acuerdo extrajudicial que pusiera fin a la amenaza de los tribunales contra su hijo. También se cree que liquidó las millonarias deudas de Sarah Ferguson, con quien Andrés ha convivido durante décadas pese a su separación en 1992.
La historia de Andrés supone una advertencia, un ejemplo admonitorio de los peligros que puede encerrar una vida palaciega de privilegios y autoindulgencia. Con fama de maleducado y de tratar con desprecio al personal a su cargo, el expríncipe ha resultado ser lo contrario de lo que monarquía británica quiere traslada al público: que es una institución al servicio del país, y no al revés, un axioma que Andrés se ha saltado desde la cuna, lo que, en última instancia, ha provocado su caída.
Su afición por las mujeres y el lujo marcaron pronto su imagen. De él dijo Carlos III que era el que en la familia tenía “la apariencia de Robert Redford”. Ya en los años setenta, la prensa lo apodó Randy Andy (Andy el libidinoso o cachondo), tras ser pillado en el alojamiento femenino del internado escocés de Gordonstoun, donde estudió. Se le han atribuido incontables romances, con nombres conocidos e incluso simultáneamente, aunque varias mujeres han hablado con la prensa sobre sus modales groseros y una conducta infantil.
Otro de sus sobrenombres es Air Miles Andy (Andrés Millas Aéreas), por un excesivo uso de helicópteros y aviones privados para sus traslados. La Oficina Nacional de Auditoría (el regulador independiente de gasto) condenó los más de 4.000 euros que costó un desplazamiento en helicóptero de apenas 80 kilómetros para una comida con dignatarios árabes. En 2011 y 2012, su factura de viajes rozó el medio millón, pese a que en 2011 había renunciado a ser enviado comercial del Reino Unido, precisamente por la controversia incipiente ante su cercanía a Epstein, quien ya había sido condenado por delitos sexuales contra una menor.
Las amistades peligrosas son su gran mancha, desde oligarcas a supuestos espías, tanto que la inteligencia británica llegó a considerarlo una amenaza para la seguridad nacional. La debilidad por la riqueza y su dudoso juicio lo han puesto en situaciones comprometidas: almuerzos organizados en Buckingham para personajes cuestionables, como el multimillonario yerno del polémico expresidente tunecino Zine el Abidine Ben Ali; o el collar valorado en 25.000 euros que aceptó de un traficante de armas libio para su hija mayor, Beatriz, la misma cuya fiesta por su 18 cumpleaños contó como invitados con Epstein, su cómplice Ghislaine Maxwell, condenada a 25 años de prisión, o el magnate cinematográfico Harvey Weinstein, sentenciado a 23 años por delitos de agresión sexual.
Con los privilegios de la monarquía, menos deberes que su hermano mayor y su perpetuo lamento de no tener suficiente dinero, Andrés siempre ha sido también un blanco fácil. En 2024, trascendieron sus lazos con Yang Tengbo, un supuesto espía chino que logró colarse en los círculos más exclusivos de la alta sociedad británica, y el mes pasado, se conocieron las tres reuniones que, como mínimo, mantuvo entre 2018 y 2019, una de ellas en Buckingham, con Cai Qi, un alto cargo de China actualmente en el centro de la polémica por una supuesta trama espía con ramificaciones que llegan hasta el Gobierno.
