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RADIO AZTECA DIHITALL > Blog > Noticias > En el limbo bélico del frente de Ucrania: una ciudad de autómatas y un cadáver olvidado en el hospital | Internacional
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En el limbo bélico del frente de Ucrania: una ciudad de autómatas y un cadáver olvidado en el hospital | Internacional

Última actualización: octubre 6, 2025 4:47 am
RadioAztecaDihitall
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El limbo bélico es una realidad que envuelve una parte importante de las localidades asomadas al abismo del frente este de Ucrania. El visitante no aprecia grandes movimientos de tropas por sus calles y apenas quedan vecinos, que se ven obligados a sobrevivir como autómatas en medio de la casi total ausencia de los suministros más básicos. Pero la realidad de la guerra se siente constante entre la banda sonora del estruendo de la artillería, la amenaza de los drones que vigilan o atacan, las bombas de la aviación y la destrucción acumulada tras meses de ataques cotidianos del enemigo ruso. Dobropilia, cerca de la disputada ciudad de Pokrovsk (región de Donetsk), representa bien ese limbo.

En su vieja bicicleta, Oleksander, de “casi 70 años”, avanza con una bolsa de patatas colgada del manillar izquierdo. Su sonrisa y su determinación forman parte de la coraza en la que a menudo se envuelven los habitantes para poder seguir adelante. “Estamos bien, sobrevivimos en esta que es nuestra tierra, mientras esperamos la victoria del ejército ucranio”, señala, pese a que reconoce que los ataques son constantes. “Mira el hospital”, añade, apuntando con la mano los edificios bombardeados que tiene detrás. ¿Y por qué no se va? “Aquí está mi casa, aquí está mi familia, no le temo a nada y espero la victoria de Ucrania. Todo es maravilloso”, concluye. Él está convencido de que los rusos no van a tomar Dobropilia.

Oleksander, de “casi 70 años”, con su bicicleta y una bolsa de patatas en una calle de Dobropilia.Luis de Vega

La destrucción es visible por toda esta localidad, que en tiempos de paz contaba con unos 30.000 vecinos. Ahora solo quedan en torno a un millar, después de que el número de refugiados se multiplicara por cinco en el mes de agosto, según datos de la ONG Proliska, que lleva a cabo evacuaciones.

Las bombas se han cebado con el hospital al que se refiere Oleksander. Como si se tratara de un fantasma, un hombre deambula entre las ruinas bajo la fina lluvia. Se trata de Vadim Bobkov, de 60 años, director de estas instalaciones en las últimas dos décadas. Verlas reducidas a escombros le duele, lo mantiene en shock. Pese a todo, afirma que trata de acudir de vez en cuando. Esta vez lo hace para comprobar el consumo de electricidad y advertir a la compañía de que corten el servicio, pues no quedan más que cascotes.

“Esto era un gran hospital de 450 camas. Dábamos servicio a 100.000 personas”, lamenta Bobkov, con el brillo de las lágrimas a punto de brotar de sus ojos. “Ahora no hay ni gente ni hospital”. El director del centro, evacuado a la ciudad de Dnipro, es consciente de que las bombas han dejado irrecuperables las instalaciones aunque, cuando la amenaza rusa ya se hizo insostenible hace unas semanas, se llevaran todos los equipos que podían ser útiles fuera.

Vadim Bobkov, de 60 años, visita los restos del hospital bombardeado en Dobropilia del que ha sido director las últimas dos décadas.Luis de Vega

Avanzando entre las dependencias inservibles y cubiertas de polvo y escombros, el reportero se topa en medio de la desolación con un saco mortuorio blanco sobre una camilla parcialmente cubierta por restos de los bombardeos. Avisa a Max, de 31 años, el paramédico militar de la Brigada 59 que le acompaña. Este comprueba que, en efecto, dentro hay un cadáver. Nada más introducir la tijera y rasgar el plástico, el cuerpo desprende un fuerte olor. Viste ropa de camuflaje, con lo que seguramente sea un militar, señala. El soldado informa del hallazgo por teléfono y recibe la orden de dejarlo donde está.

Las calles presentan impactos de drones y artillería en el asfalto. Manadas de perros callejeros buscan alimento entre el vuelo de los cuervos. Hay algunos vehículos calcinados, los edificios lucen golpeados por los proyectiles y, en algunos casos, medio chamuscados o destruidos. Pero de vez en cuando se produce la sorpresa de ver salir de ellos a alguien. Suelen ser personas mayores con garrafas de plástico que acuden a por agua o con un carrito a la caza de provisiones o leña.

Destrucción en las calles de Dobropilia vista desde el interior de un vehículo militar.Luis de Vega

En Dobropilia, donde no hay agua corriente y apenas luz, quedan tres tiendas abiertas en las que los habitantes se pueden surtir de lo más básico. También quedan dos taxistas “sin apenas trabajo”, comenta medio en broma Victoria, de 49 años, la responsable de uno de esos colmados que lamenta que “ya no hay ni autoridad en la ciudad”. Como ella, explica que la mayoría de los que se quedan lo hace porque no encuentra acomodo en otro lugar.

Victoria recibe bolsas de pan de molde dos o tres veces por semana. Eso es precisamente lo que va a comprar Olena, una vecina de 54 años que se cubre ya la cabeza con gorro para combatir el frio y la humedad. De regreso a casa, una vivienda unifamiliar con un huerto en la parte trasera, presenta a su marido, Mijailo, también de 54 años. Él, medio inválido al tener casi paralizada la parte derecha del cuerpo, es el principal motivo para que sigan habitando en Dobropilia. “Quiere morir en su casa”, afirma Olena. Una de sus ocupaciones principales es salvar la vida a la veintena de gatos que tienen. Algunos, cachorros de camadas propias, y otros, ejemplares de vecinos que ya se fueron.

“He vivido aquí toda mi vida”, explica Tamara, de 78 años, cubierta por una capucha y un mugriento abrigo mientras avanza con una bolsa de plástico en la mano izquierda y el bastón en la derecha. Asegura que no tiene miedo y ni siquiera presta atención a los destrozos que la rodean. “Mi hijo se fue a Kursk”, comenta, refiriéndose a esa región en territorio ruso pero fronteriza con Ucrania, cuyas tropas la mantuvieron parcialmente invadida en los últimos meses. Tamara cuenta que le ha prometido venir a recogerla para llevársela al país vecino.

Tamara, de 78 años, una de las pocas vecinas que sigue viviendo en Dobropilia.Luis de Vega

La llegada y salida de Dobropilia tiene lugar a bordo de un vehículo militar semiblindado. Va cubierto en su parte frontal con una reja metálica para minimizar el impacto de los drones y equipado a su vez con un sistema de detección que, en cada momento, advierte de la presencia en el cielo de estos aparatos. Los últimos kilómetros de la carretera que conectan con la localidad están cubiertos por un túnel de redes de color verde que conforman otra defensa. En todo caso, el soldado al volante aprieta firme el pie sobre el acelerador. Aunque la autoridad ucrania mantiene el mando sobre Dobropilia, esta se encuentra estos días a una decena de kilómetros de posiciones rusas. Una distancia habitual para la actividad de los drones.

Los rusos controlan en torno al 70% de la región de Donetsk, donde se encuentra el frente de Pokrovsk. En esta zona asestaron un sorpresivo golpe en agosto que fue respondido por las tropas ucranias con una contraofensiva en septiembre. La línea que separa las posiciones de ambos ejércitos es aquí sinuosa, cambiante y con algunas islas en las que unidades de las tropas invasoras permanecen rodeadas. Un militar ruso, Alexander Zaborovsky, reconocía a través de Telegram la semana pasada que la logística era complicada y que su bando no ha sido capaz de hacer llegar suministros a esos hombres que mantienen el tira y afloja con los ucranios. “Pocos saben qué comen los chicos”, lamenta Zaborovsky.

Olena no encuentra explicación ni motivo aparente, pero con frecuencia sueña por las noches que el fin de la guerra llegará el próximo 4 de diciembre. Se aferra esperanzada a esa fecha. Mientras tanto, seguirá acudiendo bajo los zambombazos de la artillería a la tienda de Victoria y cuidará de Mijailo y de los gatos.

Max, militar de 31 años, junto a uno de los edificios bombardeados por los rusos del hospital de Dobropilia.Luis de Vega

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