
A Hanadi Ali Qana le pudo más la emoción que el bolsillo. Hace un año, el 8 de diciembre de 2024, escuchaba emocionada desde Líbano ―donde llevaba años refugiada― cómo los rebeldes derribaban por sorpresa al régimen de El Asad y decidió regresar a su país, Siria, aún a sabiendas de que casi 14 años de guerra sin apenas cuartel habían devastado tanto la economía como su casa, en la ciudad de Alepo. “Al día siguiente, ya estaba aquí”, cuenta, al recordar que era el sueño de su marido, fallecido de cáncer poco antes, aún en el exilio. Qana pasó 14 de sus 52 años de vida fuera de Siria, por miedo a los bombardeos o a que las autoridades arrestasen o alistasen a los varones de la familia. Como todo eso forma parte del pasado, no está sola en su decisión: hasta 1,2 millones de refugiados ―principalmente desde las vecinas Turquía (42%), Líbano (35%) y Jordania (18%)― han regresado a Siria en este primer y delicado año de transición a la democracia, celebrado este lunes. Y otros casi dos millones de desplazados han regresado a sus localidades de origen. Comparado con otros conflictos, es un ritmo muy alto y ―aunque marcado por la ilusión― añade un reto a un país con muchos otros: absorber con pocos medios a tanta gente.
En Siria, el regreso de una multitud se palpa en las conversaciones en calles y cafeterías. También en las obras de construcción. En cada manzana puede verse a gente desescombrando, preparando pilares o levantando muros.
Algunos de los que tuvieron que huir han vuelto con parejas que conocieron en el extranjero y a las que enseñan las joyas arquitectónicas. Muchos cuentan cómo años de avance de las tropas de El Asad (gracias a la ayuda de Rusia, Irán y Hezbolá) habían ido limando su esperanza de regresar. Hablaban de ello más como un sueño, una de esas fantasías cuando se deja volar la imaginación.
Qana, por ejemplo. Se limitaba a “sobrevivir” e ignorar los comentarios xenófobos (“No sabes todo lo que he oído”, decía) en Líbano, donde el discurso de odio contra los refugiados sirios ha ido ganando preocupantemente terreno en distintas capas de la población. El sistema de salud (muy privatizado y que prioriza a los nacionales) había privado además a su marido del tratamiento del cáncer que necesitaba, protesta. Así que ahora, dice, está feliz. “Da igual lo pequeña que sea la casa que alquilamos y sufrimos para pagar. Este es mi sitio, mis calles, mi gente”, afirma.
Ha juntado sus escasos ahorros con los de otros para abrir un modesto puesto de shawarma en un callejón del centro de Alepo. Pasa 13 horas al día en un mostrador cobrando y gestionando las entregas a domicilio. “Aún no tengo salario. Está demasiado tierno el negocio. Lo haré cuando termine de arrancar”, cuenta.
Está entre el 70% de retornados que admite problemas para alimentar a su familia. El Programa Mundial de Alimentos de la ONU incluye a Siria entre los 18 “puntos críticos de hambre” del mundo para 2026, por los daños que arrastra su agricultura (en parte por los remanentes de bombas de racimo) y la fragilidad de la economía y la situación de seguridad, con zonas fuera del control del Gobierno central y estallidos de violencia que han dejado cientos de civiles muertos. Es el mismo año en el que otro millón de sirios aspira a volver, según la agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
El Banco Mundial cifra el coste de la reconstrucción en 200.000 millones de dólares [unos 172.000 millones de euros] y los expertos lo consideran una infravaloración. La economía siria cayó más de un 50% y la moneda perdió un 99% de su valor durante la guerra. Hoy, por ejemplo, solo el 58% de hospitales están plenamente operativos. Hay pueblos enteros sin agua o electricidad, y algunos centros médicos sufren para mantener en frío las vacunas. La luz se va de vez en cuando hasta en hoteles y cafeterías de las grandes ciudades alimentados con generadores.
Alepo es la región, junto con Damasco, donde más refugiados han ido regresando desde diciembre de 2024. Fronteriza con Turquía, las fuerzas del régimen y sus aliados la asediaron y fueron ganando terreno, dejando la vecina provincia de Idlib como único reducto rebelde.
Allí acabó desplazado Abdel Karim Ali. Hoy muestra con ilusión la habitación que ha construido junto a la nueva casa de sus padres en Deir Yamal, una aldea a medio camino entre Alepo y la frontera con Turquía. Un bombardeo destrozó la anterior.
Usa la pequeña estancia para poder dormir con su esposa y su hijo, y para recibir a los invitados con el tradicional té o café. “Mira, tengo lámparas, pero no hay electricidad en el pueblo”, comenta al señalar divertido los apliques dorados de plástico. Un tío ha empalmado un cable para que la reciba de momento de su placa solar.
Solo ha podido trabajar, por su cuenta, “de lo que sale y cuando sale”, describe. Generalmente, en la construcción. No le importa: “Cuando cayó el régimen pensé: ‘Basta, he pasado nueve años, se me ha pasado la juventud allí’. Volví primero a casa de mi madre. Es verdad que aquí no hay casi trabajo, ni nadie, así que por la noche resulta peligroso”. El precio de un espacio propio es una deuda acumulada con familiares y amigos de 1.700 dólares (unos 1.450 euros). El cuarto carece de baño y de cocina. Come de lo que cocina su madre con fogones al otro lado del tabique.
Espera
Mustafa al Atrash tiene 60 años y ha regresado de un largo exilio en Líbano antes de que la electricidad lo haga a Deir Yamal (pese a necesitarla para reanudar su empresa de plástico y nailon) porque enmarca su decisión en el futuro nacional, más allá de lo práctico. “Sí, pensé en esperar un tiempo en Líbano hasta que todo se estabilizara y mejorasen las infraestructuras, pero tenía prisa por volver una vez que el país no está controlado por una mafia. Ahora, al menos, estamos tranquilos. Y es importante que cooperemos juntos, cada uno con sus manos, para sacarlo adelante”.
Al Atrash vigila a los dos obreros que colocan listones en el techo. Están añadiendo un piso al edificio familiar, que salió ileso de la guerra. Es costumbre en el mundo árabe cuando un hijo se casa. Y, tras regresar del exilio, dos de los suyos están ya en el proceso de búsqueda familiar de candidatas a esposas, explica.
Su regreso ilustra la velocidad del proceso, mucho más rápido que una reconstrucción que, básicamente, cada familia se costea de su bolsillo, en función de sus posibilidades. En 2021, el punto álgido del desplazamiento tras una serie de victorias del régimen de El Asad, el número de sirios en el extranjero se estimaba en 6,8 millones, casi un tercio de la población. Más de la mitad, unos 3,7 millones, en Turquía. Cerca de dos millones entre Líbano, Jordania, Irak y Egipto. Años antes, Europa trató a una cifra menor (poco más de un millón) como una suerte de invasión inasumible. Luego abrió las puertas a cinco veces más ucranios que huían de la invasión rusa.
Con menos impacto mediático, el conflicto desplazó dentro del país a un número similar: otros siete millones. Muchos acabaron apelotonados en Idlib, la provincia de la que partió por sorpresa la ofensiva rebelde que llevó a El Asad a escapar en avión a Moscú sin avisar siquiera a hermanos, primos o familia política, y exhortando a su desesperado primer ministro, Mohammed Jalali, a esperar al día siguiente para hablar de la situación, según ha contado este último.
En el camino de regreso, hay tantos casos como personas. Y ha sido mínimo desde Europa respecto a los países vecinos. Mohamed Anan es una de las excepciones. Visita la Mezquita de los Omeyas de Damasco y pregunta al guarda por un cambio: llevaba casi dos décadas sin pisarla. En la misma víspera se mudó definitivamente desde Dinamarca y luce exultante. “Sí, allí ganaba muy bien como traductor. Mucho mejor de lo que podré aquí, pero estaba harto de vivir para trabajar y dormir, trabajar y dormir, lejos de mi país”.
Una de las claves, tanto para el presente como para el futuro, es la percepción de seguridad. El pasado julio, por ejemplo, cuando se produjeron los enfrentamientos y matanzas en Suweida e Israel incrementó sus ataques en el sur de Siria, los refugiados en Jordania deshicieron las maletas que estaban preparando. Es lo mismo que hicieron los kurdos refugiados en el Kurdistán iraquí cuando aumentaron las tensiones con el Gobierno central de Damasco.
Gonzalo Vargas Llosa lidera la misión en Siria de ACNUR desde hace año y medio, por lo que ha vivido y analizado todo el proceso de retorno. Identifica dos grandes retos, a raíz de sondear la agencia a más de 30.000 refugiados y desplazados.
El primero es la falta de vivienda. Casi el 70% ha encontrado su casa destruida total o parcialmente. “¿Qué significa eso? Que más de la mitad ha terminado viviendo con familiares y vecinos, o que los muy pocos con algo de dinero han alquilado un cuartito. No es sostenible a largo plazo, porque esas familias tampoco tienen trabajo en su mayoría. Acoger a 10 o 15 personas en casa unos meses es una cosa. Hacerlo uno o dos años es otra”, advierte.
No es raro, de hecho, que las familias regresen y encuentren su casa ocupada por vecinos a los que les destrozaron la suya. Llevaba años vacía, sin horizonte cercano de que cambiase. En la gran mayoría de casos, cuenta Vargas Llosa, unos y otros llegan a un acuerdo civilizado, como compartirla un tiempo o ayudarles a que se muden a otra. Casi un tercio de los que vuelven ha perdido documentación clave, como los títulos de propiedad de la casa o la tierra.
El otro reto, relacionado con un futuro digno, es la falta de trabajo. El responsable de ACNUR insiste en el desajuste en los plazos. Por un lado, están las necesidades inmediatas de las más de tres millones de personas que han hecho el camino de regreso. Por otro, los años que puedan pasar entre que Occidente levante todas las sanciones a Siria (iniciadas en la época de El Asad padre, Hafez, y endurecidas por los horrores del hijo Bashar) y las empresas se animen a invertir, generando empleo.
De momento, un 70% de los entrevistados no ha podido conseguir trabajo, agrega. Y quienes lo logran es temporal, como peones en la construcción, por ejemplo. “Puede ser un día y después, nada durante una semana o diez días. Así que vemos casos en los que el hombre, que es el que en este contexto suele generar los recursos, se queda en el país de exilio y regresa la familia. Él va y viene. O intentó volver y acabó regresando a alguno de los países vecinos. Tampoco esto es sostenible”.
