
Pablo Casanella, el hijo del científico y activista cubano Oscar Casanella, escribió una carta con dos encargos para Papá Noel. “Me he portado muy bien todo el año. He estudiado mucho. Perdóname si a veces juego demasiado a Minecraft y veo demasiados videos de YouTube”, le dejó saber, antes de pedirle un set de Lego. Pero la primera petición, “y más importante”, es una que Casanella no quiso haber leído nunca en la carta navideña de su niño de ocho años: “Que, por favor, le concedan el asilo político a mi papá para que no nos deporten de Estados Unidos y para que los militares cubanos no lo arresten, lo golpeen, ni lo encarcelen”.
“La carta de mi hijo me hizo sentir mucha tristeza e impotencia”, cuenta Casanella. “Me es imposible evitar que todos los días mi mente se ponga a rumiar, pensando qué puedo hacer para evitar que mi hijo y el resto de mi familia sientan esta ansiedad, esta inseguridad. Pienso en qué debí hacer en el pasado para evitar que esto pasara, como si yo pudiera viajar en el tiempo o como si tuviera un mínimo de control sobre la situación”.
Han sido tiempos difíciles para la familia. En 2022 cruzaron la frontera hacia Estados Unidos, cuando Pablo tenía cuatro años y su mamá se encontraba embarazada de su hermano. Estaban en la mira del Gobierno en Cuba desde que Casanella devino un activista conocido en el país. Por años fue acosado, golpeado, detenido y vigilado por los agentes al servicio del castrismo.
Ahora, en Estados Unidos, tampoco hay tregua: no acaba de tener una respuesta a su caso de asilo político. Pablo nació entre el asedio a sus padres por el Gobierno cubano, y está creciendo con el miedo a que los agarren los oficiales del Gobierno estadounidense. “Desde que nació no ha parado de sentirse inseguro y percibir que nuestra familia está bajo amenaza”, asegura el padre.
Hace un tiempo, durante la madrugada, agentes del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE) tocaron la puerta de su casa en Miami. La familia no contestó. “Nos dejó traumatizados, con miedo a salir de casa durante días”. Este año, para Nochebuena, la familia va a celebrar, como siempre hacen, el hecho de estar juntos. No harán viajes largos, para “disminuir riesgos de ser detenidos”, pero se reunirán con la familia, cocinarán y, en algún momento, Casanella, bioquímico y ex profesor de la Universidad de La Habana, agarrará una guitarra y se pondrá a cantar para todos.
Este año, dice, le ha dejado unas cuantas cosas buenas. “El apoyo que recibí de muchos amigos y de la comunidad cubana en el exilio en los días previos y posteriores a mi juicio de asilo político, y que Pablo entró en el programa de estudiantes gifted, o sea, dotados, gracias a su talento y disciplina”, cuenta.
Pero también ha sido un año duro. “Lo peor es la espera por la respuesta de la jueza a mi caso. Una espera que pone nuestras vidas en pausa y crea el temor y la sospecha de que una respuesta injusta nos ponga en un lugar al alcance de la inteligencia de la dictadura de Cuba”.
Cada vez que agarra el volante de su auto rumbo al trabajo, sorteando el tráfico imposible de las avenidas de Miami, Casanella se siente en peligro. Permanece el miedo de ser el próximo detenido o el próximo deportado de entre todos los detenidos. Más en esta época, que el Gobierno de Donald Trump ha invertido en una campaña navideña para dejarles saber a los migrantes del país que están a tiempo de irse.
El Departamento de Seguridad Nacional comunicó que ofrecerán un “bono de salida” de 3.000 dólares hasta finales de diciembre a todo el indocumentado que se vaya de manera voluntaria. La autodeportación “es el mejor regalo que un extranjero ilegal puede hacerse a sí mismo y a su familia en estas fiestas”, aseguró la agencia, que insiste en que 1,9 millones de personas se han ido del país por su cuenta.
La Casa Blanca llega a fin de año jactándose de varias victorias que, según creen, amasaron en 2025. La Administración ha celebrado haber reducido los encuentros en la frontera sur un 99% desde enero, haber revocado más de 85.000 visas de no inmigrante, la expulsión de más de 605.000 personas del país y la detención de unos 65.700 migrantes, al menos hasta finales de noviembre.
Han dicho que no habrá descanso para los migrantes, ni siquiera en esta jornada navideña. Los obispos de la Iglesia Católica en Florida le pidieron a Trump que suspendiera “las actividades de control migratorio durante las fiestas navideñas”. “No sean el Grinch que robó la Navidad”, expresó el arzobispo de Miami, Thomas Wenski. El Gobierno rechazó la solicitud.
“No tengo más familia aquí, solo él, y está detenido”
Si en algún momento pensó que la familia iba estar junta para Navidad, ahora tiene la certeza de que no será posible. El juez le comunicó hace una semana a Harold Martínez que va a ser deportado. No habrá Nochebuena, no prepararán la cena de Fin de Año. Del árbol y las guirnaldas, Daniela, su pareja, se deshizo cuando tuvo que mudarse a un espacio mucho más reducido, ahora que es ella quien tiene dos trabajos, cuida al bebé de ambos, y ha pagado la renta, el auto y el abogado durante los cuatro meses en que su esposo ha estado detenido en el centro de detención de Krome, en Miami.
“No voy a hacer nada este 24 de diciembre, si no tengo más familia aquí, solo él, y está detenido”, dice Daniela. A Martínez, de 23 años, lo paró la patrulla de carretera en septiembre. No tenía licencia y lo arrestaron. Salió en 2018 de Cuba a Surinam, y cruzó 12 países hasta solicitar una entrada a EE UU a través de la aplicación CBP One en 2021. La vida iba tranquila. Se ganaba el dinero como valet parking. El 2025 le trajo la mayor de sus alegrías y la peor de sus desgracias: el nacimiento de su hijo en enero y su detención en septiembre.
El bebé tenía nueve meses en el momento en que Martínez entró a Krome. “Mi hijo ni se sentaba y ya se sienta. Ahorita crece y ni me conoce”, cuenta el padre, angustiado, a través de una llamada desde el centro de detención, donde ha visto y vivido lo que jamás pensó: el maltrato de parte de los agentes, una alimentación pésima que le ha hecho perder 9 kilos, doctores que hacen oídos sordos ante su malestar y jueces que rechazan sus solicitudes de fianza.
Hay dos preguntas que Martínez se ha hecho durante este encierro. La primera: “Si me mandan a otro país, ¿qué va a ser de mi familia?” La segunda: “¿Qué hice, qué crimen cometí, para estar ahora donde estoy?”
“No hay un motivo para celebrar la Navidad”
Casi cada Navidad, Elmer Antonio Escobar González volaba desde Michigan con su esposa y sus dos hijos hasta Nueva York para reunirse con su madre. En una foto que conservan, se les ve delante del árbol gigante que engalana la ciudad en la plaza del Rockefeller Center. Este año no habrá viajes ni fiestas. Solo hay incógnitas en la familia.
González, de 33 años, está entre la veintena de salvadoreños acusados de pertenecer a la pandilla MS-13 que la Administración Trump expulsó del país por encima de la orden de un juez junto a más de 200 venezolanos. Aun hoy, ni los abogados ni la familia han sabido nada de él. A pesar de que por meses el Gobierno de El Salvador negó que González estuviera bajo su custodia, a través de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) supieron que había sido transferido del CECOT al centro penal de Santa Ana, al norte del país centroamericano.
La familia se ha cansado de reclamar por él y sus abogados han interpuesto toda clase de recursos. Esperaban, antes de finalizar el año, tener alguna noticia de González, pero nadie les dice nada.
Este 24 de diciembre no habrá pollo guisado en Nochebuena, la tradición que mantiene su familia. Tampoco árbol navideño, ni intercambio de regalos a la medianoche. La madre de González está enferma desde que no sabe de su hijo, y en la familia hay un luto, como si hubiesen enterrado a alguien. “Mi hermana ha perdido el ánimo de celebrar cumpleaños o los días feriados”, dice su tío Josué Aguirre. “Este año no pensamos hacer nada. En realidad no hay un motivo para celebrar la Navidad”.
“Que el próximo sea un año mejor”
Si algo les gusta a Keily Chinchilla y a su hija, Allison Bustillo, es la Navidad. Armar el árbol, poner luces, envolver regalos. Pero este diciembre Chinchilla no tiene ganas. En una llamada con su hija, ahora en Honduras, le dice que no hay Navidad sin ella. “Era ella la que se encargaba de decorar mi árbol todos los años. Por eso le dije: ‘Hija, ya no tengo ganas de decorar’. Y me dijo: ‘No, mami, usted hágalo”.
El pasado 6 de diciembre, fue la primera vez que Bustillo celebró un cumpleaños lejos de su madre. Cumplió 21 años en Honduras, a pesar de haber festejado casi todos en Estados Unidos. Llegó cuando tenía ocho años, estudió, y el día de febrero en que agentes del ICE entraron abruptamente a su casa en Charlotte, Carolina del Norte, con armas, y la detuvieron delante de sus tres hermanos menores, la joven recién se había ganado una beca para estudiar enfermería.
Después de ocho meses detenida, la joven no pudo más. Decidió autodeportarse. Ahora la madre, solo porque Bustillo se lo pidió, preparará unos tamales hondureños para ella y sus hijos, y alguna carne horneada.
“No va a ser fácil celebrar si nos falta una parte de nuestra vida; ya nada es igual. Es mi primera Navidad sin ella”, dice Chinchilla. Para 2026, la madre espera que algo sea distinto: “Que el próximo sea un año mejor, que todo sea para bien. Me gustaría poder tener a mi hija de regreso. Que toda esta pesadilla acabe, porque esto aún no ha terminado, mucha gente aún está siendo separada de sus familias”.
“Las cosas buenas han tapado las cosas malas”
No pudieron pasar Thanksgiving juntos. “Ese día tenía un mal sabor, veía las cosas, la gente, y no me interesaba nada”, recuerda Alexandra Álvarez. Hoy, sin embargo, tiene razones para celebrar. No irán a bañarse a la playa a la medianoche, como solían hacer en Nochebuena en Guayaquil, Ecuador, pero en su apartamento de Queens harán algo más sencillo: ella, su esposo y su bebé de poco más de un año se vestirán con pijamas idénticas, cenarán pavo o pernil con relleno de cerdo, pollo, masa dulce o salada, aceitunas y nueces. Luego verán una película.
No podría pedir algo mejor después de los 44 largos días en que estuvo luchando porque liberaran a Manuel Mejías, su esposo, a quien el ICE detuvo en Federal Plaza en octubre, y luego encerró en Delaney Hall, en Nueva Jersey.
Álvarez, una educadora de 44 años, aún recuerda el día en que su esposo la llamó para decirle que no volvería a casa con ella y la bebé, que en ese entonces tenía unos 11 meses de nacida. “Me dijo: ‘Gorda, me detuvieron’. Fue algo sumamente tenso, confuso, estaba desesperada por ver qué hacía”. Después de tanto buscar, encontró ayuda en la Saint Peter’s Church, de Manhattan, y en el padre Fabián, quien ha devenido un benefactor para los migrantes de la ciudad.
Fue la iglesia la que puso el dinero que le faltaba para pagar los 5.000 dólares a un abogado y una suma similar para la fianza. El pasado 2 de diciembre, “la jueza determinó que Manuel no era ningún peligro para la sociedad”, cuenta Álvarez. “Mi tristeza era que mi hija cumplía su primer añito el 5 de diciembre sin él”. Pero Mejías aterrizó en Nueva York a las 23.50 de la noche anterior, justo para celebrar.
“Las cosas buenas han tapado las cosas malas”, asegura Álvarez. “Fue horrible cuando mi esposo no estaba. Me sentía muy inestable, muy insegura. Como si me hubiesen despojado de una vida. Poder estar juntos es una bendición”.
