
La madrugada del 13 de noviembre la selva colombiana crujía a oscuras. Una columna de 150 guerrilleros, camuflados de verde oliva, avanzaba entre la maleza con el objetivo, dijo el Ministerio de Defensa, de emboscar a un grupo de 20 jóvenes soldados desplegados en la zona. En el pelotón se encontraban dos objetivos prioritarios para las autoridades: hombres de confianza de Iván Mordisco, alias del guerrillero que lidera un grupo disidente de las FARC y uno de los criminales más buscados de Colombia. No llegaron tan lejos. Tres aviones soltaron varias bombas sobre sus cabezas. Los cercaron también por tierra. La orden la dio el propio presidente de Colombia, Gustavo Petro, mientras recibía a decenas de líderes mundiales en la Cumbre de la CELAC, a orillas del mar Caribe. Los objetivos principales escaparon, pero 19 combatientes rasos murieron en el ataque. Siete eran menores reclutados a la fuerza por la guerrilla. Carem Smith Cubillos Miraña tenía 13 años. La mayor, Martha Elena Abarca Vilches, 17.
El bombardeo, ocurrido en la región amazónica del Guaviare, desató un terremoto político cuyas réplicas siguen 10 días después. Petro reconoció que sabía que podían morir menores y asumió la responsabilidad. Pero no reculó. Su respaldo cerrado al ministro de Defensa, el general retirado Pedro Sánchez, desconcertó a sus bases: una izquierda que difícilmente puede defender una operación en la que murieron niños que también eran víctimas del conflicto. El presidente había roto uno de los límites que él mismo había fijado: evitar operaciones armadas cuando hubiera menores. “No era un jardín infantil. Era un campamento armado”, justificó Sánchez.
La crisis, lejos de apaciguarse, ha escalado esta semana. Tras conocerse el bombardeo de Guaviare, salieron a la luz los detalles de otro operativo militar en el departamento del Amazonas un mes antes. Las tropas buscaban de nuevo a Iván Mordisco, pero en su lugar capturaron a cuatro personas y abatieron a otras cuatro. Todos ―los vivos y los muertos― eran menores. Cuatro niños caídos más sin que hayan logrado golpear al corazón de la guerrilla. Uno de los heridos tiene apenas 10 años. El Ejército informó que había neutralizado el anillo de seguridad de Mordisco, un presunto anillo integrado por soldados de entre 10 y 15 años. Otros dos ataques en agosto mataron a cuatro niños más. La disputa es un cóctel político, ético y de seguridad.
La guerra —silenciosa lejos de Colombia, atronadora dentro— vuelve a colocar al país ante un dilema ya conocido. En 2019, bajo el Gobierno de Iván Duque, la muerte de al menos siete menores en un bombardeo provocó la caída del ministro de Defensa Guillermo Botero. Dos años después, otro bombardeo que mató a siete niños más hundió políticamente a su sucesor, Diego Molano. Desde la oposición, Petro fue un crítico feroz de aquellos asesinatos. Y al ocupar la presidencia, restringió los ataques cuando hubiese indicios de presencia de menores. “Hay que evitar que la guerra siga llevándose a los niños”, decía. Era su línea roja.
Pero, para sorpresa de sus bases, la ha hecho saltar por los aires, dejando un reguero de más de una decena de niños muertos y sin lograr capturar a los objetivos principales. Los mismos que atacaron a Duque entonces, justifican los ataques ahora. Petro, que ha condenado los bombardeos de Donald Trump a las narcolanchas del Caribe, ha perdido coherencia en su argumentario.
El Gobierno plantea una paradoja perversa que también defiende la derecha: si el Estado frena los bombardeos para evitar la muerte de menores, los grupos armados podrían usar cada vez más niños como escudo. “Decir que se paren los bombardeos en acciones ofensivas de los narcos es invitarlos a reclutar más niños y niñas”, advirtió Petro. Los aliados del presidente han puesto el foco en la crueldad del reclutamiento infantil —que el Estado está siendo incapaz de frenar— y no en la letal operación militar, pero en la izquierda más ideológica este asunto escuece. Y divide.
Incluso figuras históricas de derechos humanos, como Iván Cepeda —aspirante a suceder a Petro—, han evitado posiciones firmes. La congresista opositora Katherine Miranda lo emplazó públicamente: “Querido Iván Cepeda, te invito a denunciar al presidente Petro y al ministro Pedro Sánchez por graves violaciones al Derecho Internacional Humanitario. La coherencia no depende del gobierno de turno”.
El debate también ha reabierto otra preocupación: el estado de la inteligencia colombiana. “Asumamos que la operación de Guaviare fue defensiva para salvar la vida de esos 20 soldados. ¿Y las demás qué?”, cuestiona Vladimir Rodríguez, exfuncionario del Ministerio de Defensa durante el periodo en que el Gobierno Petro suspendió los operativos con riesgo para menores. “No estoy en contra de los bombardeos, pero hay que hacerlos bien. La inteligencia debería permitirnos algo quirúrgico. Hay que matar al reclutador, no al reclutado”. Para él, el problema es claro: “Está fallando la inteligencia de terreno o la forma en que se está procesando para llegar al presidente”. Desde el inicio del mandato, Petro ha recibido críticas por este frente: ha relevado oficiales con trayectoria, ha nombrado mandos con menos experiencia y ha anunciado rupturas con organismos de cooperación internacional.
Las bombas, en cualquier caso, resucitan una realidad temible y silenciosa: el reclutamiento de cientos de niños y niñas cada año. Una práctica de guerra que ocurre, habitualmente, lejos de las capitales. En regiones inaccesibles donde el Estado no aparece, donde no se aplica la ley. En lugares donde a las madres les secuestran a todos sus hijos y cuando los asesinan no pueden ir a enterrarlos por miedo a que las maten a ellas también.
Es uno de los crímenes más difíciles de documentar. En 2024, la Fiscalía recibió 604 denuncias. Pero solo en el primer semestre de este año, el departamento del Cauca registró 800 casos. Las cifras, sin embargo, son incapaces de abarcar el fenómeno, que ahora también se expande por redes sociales. En agosto, la Jurisdicción Especial para la Paz advirtió que TikTok se ha convertido en un gancho clave para atraer menores a la guerra.
Pero los reclutadores siguen buscando, sobre todo, en las escuelas rurales. Allí encuentran pobreza, abandono y un Estado ausente. Les fuerzan, pero también les persuaden. “Empiezan a pagarles 100.000 pesos —unos 25 dólares— y les dicen que como combatientes pueden ganar dos o tres millones”, explicó a EL PAÍS Emilse Jiménez, lideresa y defensora de los derechos de los menores. Para muchos niños, el único camino que ofrece futuro es la guerra.
