
La política debería ser la búsqueda de la normalidad, pero la política posmoderna es un manojo de nervios, una historia de aceleración, de vértigo, de violencia, un estado de excepción permanente en el que reinan un puñado de autócratas, encabezados por Donald Trump, que se afirman en medio del caos patrocinado por las plataformas tecnológicas. Los autócratas, además, son como los enanos del cuento de Monterroso: se reconocen en cuanto se ven. Vladímir Putin encarna una Rusia patriótica, cristiana, ortodoxa, marcial, carnívora, heterosexual y machista, y acusa a Europa de articular un proyecto decadente, posnacional, multicultural, vegetariano, pacifista, pro LGTBI y que acoge musulmanes. La historia de amor entre Trump y Putin, y la historia de desamor entre Trump y Bruselas, son fáciles de entender con esos argumentos en forma de bate de béisbol.
Estados Unidos y Rusia han vivido estos últimos meses en una agradable niebla de arreglos demasiado densa e interesante como para que se disperse sin más. Con la guerra como telón de fondo, la Casa Blanca se ha entendido estupendamente con el Kremlin. Pero el trumpismo es un vendaval, y de repente cambia de trayectoria. Trump tiene un nuevo juguete entre ceja y ceja: pretende ser el pacificador global, dice haber acabado ya con ocho guerras y quiere que la de Ucrania sea la novena para que en 2026 no se le escape el Nobel de la paz.
Así que esa es la clave de fa de la nueva sinfonía ruso-ucrania. La clave de sol es el frágil alto el fuego en Gaza, convertido en el modelo a seguir a pesar de que las armonías no terminan de funcionar. El director, Trump, quiere tocar una pieza suave, pero el primer violín, Putin, sigue con ganas de Wagner. Moscú se ve con ventaja militar y no quiere oír hablar de treguas, pero esta vez Estados Unidos parece ir en serio. Ha aprobado las primeras sanciones de veras significativas contra las dos grandes petroleras rusas, Rosneft y Lukoil, con un potencial impacto económico sobresaliente. Traducción bíblica: Estados Unidos no va a presionar al Kremlin por la vía militar —los famosos misiles Tomahawk difícilmente van a llegar a Kiev—, pero sí por la vía económica. Al Capone no cayó por su comportamiento mafioso, sino por la pista del dinero. Se trata de erosionar la capacidad de Rusia de generar ingresos para impedir que siga engrasando su maquinaria bélica. Si las sanciones consiguen hacer daño, el alto el fuego podría llegar en unos meses.
El impacto en las compras de crudo de varias refinerías de China y la India ha sido inmediato. Si se suman otras empresas, la reducción de las importaciones de esos dos países —y de otros como Turquía— puede provocar estragos sobre la maltrecha economía rusa, con un crecimiento estancado, presiones inflacionistas y un cierto malestar entre la población. Putin ha tenido éxito convirtiendo a su país en una economía de guerra. Y ha conseguido sortear todas las rondas de sanciones previas de la mano de los sospechosos habituales. Las amenazas de EE UU, con sanciones de segunda ronda para quienes ayuden a circunvalar esa medida, hacen pensar que esta vez es distinto, más aún si Ucrania sigue percutiendo en sus ataques con drones a las refinerías rusas.
Europa no está desaparecida en esta fase de la ópera ucrania. Sigue dando pasos para utilizar los activos congelados de Rusia a favor de Kiev, y parece haber urdido una estrategia basada en las genuflexiones de Mark Rutte y las buenas palabras del resto de líderes europeos, que le dicen a Trump lo que quiere oír e interpretan sus palabras con suma rapidez en función de sus propios intereses. ¿Quiere Trump un alto el fuego inmediato? Europa le propone ipso facto una solución a la coreana, dejar el frente exactamente donde está y declarar la tregua. ¿Putin exige que se le entregue el Donbás? Europa le susurra en el oído a Trump la trampa del oso ruso, que de esa manera desarticula los años de resistencia y los muertos en el lado ucranio y se deja el camino expedito para una futura invasión de todo el país.
El escenario central era hasta ahora un conflicto cronificado con cierta ventaja rusa. Si las sanciones tienen éxito, pasa a ser una tregua que debería llegar con rapidez, e incluir el despliegue de tropas de la coalición de voluntarios (sin EE UU) sobre el terreno para evitar sorpresas desagradables. La negociación para lograr una paz duradera se dejaría para más adelante.
Un antiguo spin doctor de Putin, Vladislav Surkov, sostiene que toda sociedad está sometida a la ley física de la entropía: los grandes imperios se generan trasladando el caos que producen fuera de sus fronteras. Eso hizo Putin con Ucrania hace 10 años, y especialmente en 2022. Cuando la guerra estaba en lo que parecían unas tablas eternas, Trump ganó las elecciones y Putin se vio vencedor. El Kremlin no contaba con que el ciclón naranja cambiaría el ardor guerrero por el objetivo del Nobel de la Paz en solo unos meses. Eso nos acercaría al alto el fuego, aunque solo fuera por la fatiga de materiales en el frente, combinado con las amenazas que se ciernen sobre la economía rusa. Ese es el libreto. Queda por ver cómo son las interpretaciones, porque la ley de la entropía sigue vigente. Sobre todo con la caótica cabeza de Trump, y en el eterno deseo de Putin de poner la Cabalgata de las valkirias a todo volumen en los helicópteros mientras surfea a pecho descubierto, a lo Apocalypse Now.
